Apenas ha comenzado noviembre y ya muchos nos aprestamos a celebrar la Navidad. Algunos se compran el árbol plástico más grande, que puedan pagar, para exhibirlo orgullosos delante de todos, y se aprestan a festejar por todo lo alto, para lo cual, surten sus despensas con antelación e invitan a numerosas personas. Es la fiesta por el aniversario del nacimiento del Niño Jesús, ocasión en la que muchos se olvidan del homenajeado, e incluso, a veces seden su lugar a otros personajes de la tradición.
Ya para los primeros días de diciembre, la ciudad se va llenando de los famosos arbolitos, con sus lucecitas, sus bolas de colores y los regalos de papeles brillantes; de piñatas, que hacen la delicia de los niños y las niñas; y de Santa Claus, el más popular de los personajes que suelen sustituir al Señor Jesucristo, en las actividades por su aniversario.
Y aunque desafortunadamente, no todos experimentan gozo en estos días -por la tristeza, la amargura, la soledad o el dolor; generalmente asociadas a carencias materiales o afectivas, que se agudizan en este tiempo-, esta, por lo general, es época de fiestas, de aguinaldos, y muchas tradiciones. Tan así resulta, que ya nuestras mentes se han acostumbrado a la idea de que la navidad es solo eso: comer, beber, hacer fiestas y, por supuesto, repartir muchos regalos, y buenos deseos, entre nuestros familiares y amigos.
Sin embargo, lo que celebramos el 25 de Diciembre, es mucho más que eso. La Navidad (del latín: nativitas,‘nacimiento’) es una de las fiestas más importantes del Cristianismo, que conmemora el nacimiento de Jesús de Nazaret, el Niño Rey o Mesías, ocurrido en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes. Fue su madre una Virgen, tal y como se había anunciado en las Sagradas Escrituras, y su padre adoptivo; José, perteneciente al linaje de David, el más famoso de los reyes de Israel.
El hecho tiene lugar a partir de que el ángel Gabriel le anunció a la Virgen María que ella iba a concebir al Mesías; ella alegó entonces, que necesitaría un esposo, pues a pesar de estar comprometida con José, aún «no había conocido marido». La respuesta del ángel en esencia fue, no necesitarás un esposo, porque el Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con Su sombra.
¿Qué haría usted si de pronto su novia o su esposa le dice que está embarazada por obra del Espíritu Santo? Pues este, ni más ni menos, fue el dilema al que tuvo que enfrentarse José, antes de que el ángel del Señor se le apareciera en sueños y le dijera que no temiera recibir a María su mujer, porque lo que en ella había sido engendrado, era del Espíritu Santo.
El nombre Jesús significa Salvador, ya en Hechos 4:12 el apóstol declara: “Porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres en que podamos ser salvos” y la noche de su nacimiento, los ángeles declararon a los pastores: “que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor”.
Adán y Eva, expulsados del Paraíso por su desobediencia, cayeron y arrastraron consigo a la raza humana. “Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios” (Ro. 3:23). De manera que un Dios de Justicia, como el nuestro, no podía, así sin más, condonar esa deuda, sin desdecir su propia justicia. Demás está decir, que ninguno de los corderos, que frecuentemente le inmolaban los israelitas, en holocausto por el perdón, podía pagar el precio de un pecado tan grande. Se necesitaba una ofrenda muy especial, para que le resultara agradable al Señor; una, cuya perfección debería ser tal, que necesariamente quedaría fuera de lo que humanamente puede ofrecer el hombre.
¿Quién que no sea Dios mismo, puede proveer este tipo de ofrenda?
Jesucristo, el hijo de Dios; ¡Dios mismo hecho Carne!, fue la ofrenda perfecta, destinada a cubrir la deuda por el pecado del género humano. Porque: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna” [Jn. 3.16].
De manera que Jesús, nació y vino al mundo para otorgarnos nuestra verdadera libertad, la libertad que nace de haber pagado, con su sangre en la Cruz, nuestra deuda ancestral con el Creador. Al respecto, el propio Señor declara en
Lc. 4:17‑20: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos” Ese grandioso acontecimiento, el más importante en la historia de la humanidad, es el que honramos, y en muchos casos deshonramos, durante la celebración de la Navidad.
Hoy Jesús, nuestro Señor, se encuentra sentado junto al Padre, hecho Dios él mismo, por el bendito misterio de la Trinidad, tal y como lo vio el mártir Esteban: “Veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios”
¿Qué pensaría usted si alguien pretendiera celebrar su cumpleaños, el de usted, claro, y ni siquiera se tomara el trabajo de invitarlo; o peor aún: si resultara invitado cualquier otro en su nombre? ¡Con toda razón, se sentiría ofendido! Pues entonces, como que el objetivo declarado de la Navidad, es glorificar a nuestro Señor Jesucristo, hagamos que en verdad sea una fiesta de Él.
Además, aprovechemos la magnifica oportunidad que nos brinda esta fecha, para permitir que Cristo entre a nuestra vida para ministrarla, trayéndonos paz en la Tierra y gloria para siempre. Porque -cómo dijo el profeta Pablo- teniéndolo a Él, “¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros.”
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