Una mujer llamada Francisca conocía a una joven llamada Rebeca. Esta siempre parecía estar contenta y feliz, aunque Francisca sabía que enfrentaba luchas en su vida. Su tan esperado matrimonio terminó enseguida en divorcio. Luchó por entender su vida de soltera. No fue lo que eligió, pero decidió que viviría con el mayor gozo y satisfacción posibles.
A Francisca le alegró conocer a Rebeca. Todo su rostro parecía sonreír y siempre saludaba a Francisca con un abrazo. Un día le preguntó a Rebeca:
-¿Cómo es que siempre estás feliz, tienes tanta energía, y nunca pareces desanimarte?
-Sé el secreto -le respondió Rebeca con ojos sonrientes.
-¿Cuál es ese secreto? ¿A qué te refieres? -le preguntó Francisca.
-Te lo voy a decir, pero me tienes que prometer que no vas a contarle el secreto a otros -le dijo Rebeca.
-Esta bien -asintió Francisca-, ¿de qué se trata?
-Este es el secreto: He aprendido que hay poco que pueda hacer en mi vida que me haga sentir feliz de verdad. Tengo que depender en Dios para que me haga feliz y supla mis necesidades. Cuando se presenta una necesidad en mi vida, tengo que confiar en Dios para que la supla según sus riqueza. He aprendido que casi nunca necesito ni la mitad de lo que creo que necesito. Él nunca me ha defraudado. Desde que aprendí ese secreto, soy feliz.
El primer pensamiento de Francisca fue: ¡Eso es demasiado simple! SIn embargo, al reflexionar sobre su vida recordó como había pensado que una casa mayor la haría feliz, pero no fue así. ¿Cuándo se sentía más feliz? Sentándose en el piso con sus nietos, comiendo pizza y mirando una película: un regalo sencillo de Dios.
Rebeca sabía el secreto, Francisca aprendió el secreto,
¡Y ahora tú también lo sabes!
Filipenses 4:11
He aprendido a contentarme con lo que tengo.
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