El fuego comenzó después de la medianoche. Quizá fue accidental. No se sabe. Lo que sí se sabe es que cuando el fuego comienza, en esas montañas cálidas y secas de Malibú cerca de Los Ángeles, California, en pocos minutos se vuelve un infierno. Eddie Bedrosián, de diecisiete años de edad, estaba en su cuarto a las cuatro de la mañana cuando se dio cuenta de la conflagración.
Eddie no pudo menos que alarmarse al ver cómo el fuego devoraba enormes extensiones de terreno cerca de su casa. En la casa estaban sólo él y su abuela, Hazel Bedrosián, de noventa y dos años de edad. Las llamas se acercaban a su casa, y él sabía que algo tenía que hacer.
Tomando una decisión del momento y con fuerza sobrehumana, el muchacho despertó a su abuela, la alzó en sus brazos y la cargó 400 metros, pasando en medio del bosque encendido. Esa era la única salida. Batalló contra la espesa maleza, contra el viento y contra el fuego que los rodeaba.
¿Qué lo sostuvo en esa prueba, dándole fuerzas suficientes para salvar a la anciana y salvarse él? La respuesta que dio Eddie fue: «Fe en Dios».
Hay momentos en la vida cuando no hay lugar para discusiones teológicas, ni filosofías humanas ni debates ideológicos. Momentos como ese son momentos para clamar al Dios Todopoderoso. Son momentos para gritar una oración desde el fondo ardiente de nuestro ser: «Señor, ¡sálvame!» Así gritó Eddie Bedrosián, y así grito su abuela Hazel. Y Dios los salvó.
En el libro del profeta Isaías, Dios promete: «Cuando cruces las aguas, yo estaré contigo; cuando cruces los ríos, no te cubrirán sus aguas; cuando camines por el fuego, no te quemarás ni te abrasarán las llamas» (Isaías 43:2). Fueron pasajes como este, conocidos por Eddie y su abuela, que los sustentó y les infudió fe. Lo cierto es que el caso fue el asombro de los siete mil bomberos de Los Ángeles, California, que apenas pudieron contener las llamas.
Nadie tiene asegurada la vida física. Ya sea por un incendio, o un terremoto, o una inundación o una enfermedad, nadie tiene asegurada su vida física. Lo que sí podemos tener asegurado es nuestro estado espiritual eterno. Podemos saber, aun aquí en esta dimensión humana, que hay un cielo que nos espera, porque Cristo dio su vida por nosotros.
Vivamos cerca de Cristo. Mantengamos una relación continua con Él. Lo físico va de paso. Aseguremos nuestro lugar eterno al lado de nuestro Señor.
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