Por la radio me enteré de la conmoción que suscitaba la próxima lapidación de una mujer en Nigeria, porque había tenido un hijo sin estar casada. En todas partes del mundo se elevaban voces de protesta y se firmaban solicitudes pidiendo clemencia a las autoridades del país.
Hace aproximadamente dos mil años ocurrió una circunstancia análoga (Juan 8:2-11). Llevaron a Jesús una mujer sorprendida en adulterio. Según la ley de Moisés, debían apedrearla. La respuesta de Jesús interpeló la conciencia de los acusadores: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella”. Es cierto que esta mujer había pecado, pero los que la acusaban no eran mejores que ella, y debieron alejarse uno tras otro.
Luego Jesús se dirigió a la mujer: “Ni yo te condeno; vete, y no peques más”. Sólo él habría tenido el derecho de condenar, pero no lo hizo, porque no vino “a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo” (Juan 12:47). Sin embargo le dijo que su conducta era un pecado que debía abandonar.
El mensaje del Evangelio no ha cambiado; Dios ama a cada ser humano y quiere obrar en gracia. El pecado sigue siendo grave a sus ojos. Dios no pasa por alto el mal, recordémoslo, aun cuando la sociedad que nos rodea se burla de ello. Aceptemos el perdón divino y rechacemos toda conducta que Dios desaprueba.
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