29 de julio de 2009

«DEJA QUE TU PADRE TE DÉ UN BESO»

 

 

 

por el Hermano Pablo

La balsa de goma corrió desbocada sobre los furiosos rápidos del río Colorado, en el Gran Cañón. Navegaban en la balsa tres hombres impetuosos. De repente la balsa dio contra una afilada punta de una roca, y estalló como un globo. Los tres hombres cayeron a las turbulentas aguas.

Harris Frank, de sesenta y cinco años de edad, hombre recio y duro, luchó por su vida. Tenía una clavícula fracturada y la mano izquierda casi seccionada. De los otros hombres, su hijo John de cuarenta años, y su nieto Tyler de dieciocho, no supo nada. En su agonía clamó a Dios diciendo: «Señor de los cielos, sálvame a mí y sálvalos a ellos.» Después de dos horas fue rescatado.

Cuando su hijo y su nieto fueron a verlo al hospital, Harris Frank, con lágrimas en los ojos, dijo: «Deja que tu padre te dé un beso.» Este era el primer beso que aquel padre le daba al hijo en cuarenta años de vida.

Harris Frank no era un hombre malo. Era un hombre duro, eso sí, de los que piensan que besar a un hijo es señal de debilidad, cosa de mujeres. Pero él no era malo. Sin embargo, esos momentos de peligro, cuando parece que se ha llegado al fin de la vida y se abre por delante el abismo negro de la muerte, sirven para ablandar la mente y el corazón. El hombre más duro se enternece, y los ojos sin lágrimas se humedecen.

Muchos padres piensan que para hacer que sus hijos sean hombres tienen que tratarlos con dureza e insensibilidad. No deben nunca mostrarles cariño ni darles un abrazo. Pero cuando acecha la muerte o golpea la desgracia, se dan cuenta de que la vida natural no es así. Ellos también, por duros que sean, sienten emociones que los mueven a llorar, a asustarse y a clamar a Dios. Cuenta Harris Frank, en su relato, que vio una especie de catedral blanca en los cielos, y eso lo hizo clamar a Dios.

¿Cómo debe relacionarse, entonces, el padre con su hijo? Si el hijo está en la cunita y todavía viste pañales, debe ir y darle un beso. Si el hijo tiene dieciocho años y está sufriendo sus primeros problemas emocionales, debe abrazarlo, darle un beso y confortarlo. Y aun si el hijo tiene cuarenta años de edad y está pasando por una crisis en su vida, debe darle un abrazo y un beso. ¿Acaso por eso deja de ser su hijo?

Los hijos, especialmente los hijos varones, necesitan ver en su padre esa transparencia emocional que les asegura que son amados de quien más necesitan amor. Amemos a nuestros hijos con el amor con que Dios ama a su Hijo Jesucristo, y lloremos con ellos.

Dios te bendiga!!

9 de julio de 2009

CIEN HORAS DE OSCURIDAD

 

 

 

 

por el Hermano Pablo

El niño, Josué Dennis, tenía apenas diez años de edad cuando ocurrió lo inesperado. Se perdió en un dédalo de galerías interminables de una mina abandonada. Pero no fue cuestión de unos momentos. Fueron cien horas. Cuatro días. Cuatro días de oscuridad casi total. Cuatro días sin comer ni beber. Cuatro días sin ver a nadie. Cuatro días oyendo sólo el apagado rumor de una corriente de agua en las entrañas de la tierra.

Josué iba con un grupo de compañeros que andaban de excursión, y parte del paseo incluía explorar una mina abandonada. Quién sabe cómo, el niño se separó de su grupo y, en medio de la oscuridad, no pudo encontrar la salida. Pero lo halló una patrulla de rescate. Estaba extenuado, pero vivo.

«Recordé las palabras de mi madre —dijo Josué—. Ella decía: “Cuando te veas en alguna dificultad, ora.” Y yo estuve orando a Dios todo el tiempo, pidiéndole que me vinieran a rescatar.»

¿Tiene algún valor la oración? ¿Hay algún beneficio, o más aún, alguna validez en levantar nuestra voz al cielo pidiendo de Dios su ayuda? Algunos han dicho que la oración no es más que una actitud de último recurso que no vale ni el aliento que empleamos en expresarla. Y lo cierto es que si nuestras oraciones, o nuestros rezos, no son más que clamores de angustia de último momento, a fuerza de alguna emergencia, quizás entonces no tengan valor.

En cambio, si hemos establecido una relación personal con Dios, si Cristo es nuestro amigo porque lo hemos recibido como el Señor de nuestra vida, y si sabemos con absoluta seguridad que Él nos oye, nuestra oración recibirá una respuesta divina.

Cualquiera puede pasar por períodos de tristeza y desaliento, de pobreza y abandono, de enfermedad y dolor, porque estas son contingencias comunes de la vida humana. Pero el que tenga fe en Dios, si ora con la confianza de un niño porque cree en Él, podrá soportar toda situación sin caer en la desesperación y sin renegar de Dios. La fe en Cristo será siempre una llama encendida que nada puede apagar y que siempre disipa cualquier clase de sombras.

Si hacemos de Jesucristo el Señor y Salvador de nuestra vida, una luz se encenderá en nuestra alma: la luz de la esperanza, la luz de la fe. Y con esa luz, o encontraremos la paz que Dios da en medio del dolor, o encontraremos la salida de cualquier caverna adversa en la que estemos. No nos alejemos de Dios. No perdamos la fe. Mantengamos viva la comunión con Cristo. Él quiere ser nuestro amigo.

“Ya no los llamo siervos, porque el siervo no está al tanto de lo que hace su amo; los he llamado amigos, porque todo lo que a mi Padre le oí decir se lo he dado a conocer a ustedes.”  Juan 15:15

4 de julio de 2009

«Deténganme, antes que mate otra vez»

por Carlos Rey

«Deténganme, antes que mate otra vez.» No eran los pensamientos de un asesino en potencia. Tampoco eran las palabras pronunciadas por un maniaco homicida hablando por teléfono con las autoridades. Ni era la súplica de un reo a los guardias de turno de la cárcel en que había estado encerrado porque ya no soportaba la vida al otro lado de las rejas. «Deténganme, antes que mate otra vez» es la frase que un criminal escribió en una pared con lápiz labial. Al hacerlo, se apoyó en la pared y dejó la huella de su mano, que condujo a su captura como sospechoso en el homicidio de una atractiva trigueña en un hotel de Nueva York.

La policía anunció que Hugh Kelly, un joven de diecinueve años de edad, fue detenido en relación con la muerte de Dolores Anderson. Al joven Kelly lo arrestaron al comprobar que sus huellas digitales correspondían a las dejadas en la pared. A la larga, el único indicio que orientó la investigación oficial del homicidio fue esa huella de su mano.

La pregunta que no podemos dejar de hacernos es esta: ¿Por qué quiso aquel joven que lo detuvieran aun cuando sabía que eso podía dar como resultado cadena perpetua? La respuesta, sin duda, tiene que ver con la lucha que se libra, dentro de cada uno de nosotros, entre la naturaleza pecaminosa y el Espíritu.

El apóstol Pablo describe esa lucha interna con el pecado en estos términos: «Yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa, nada bueno habita. Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero....

»Así que descubro esta ley: que cuando quiero hacer el bien, me acompaña el mal. Porque en lo íntimo de mi ser me deleito en la ley de Dios; pero me doy cuenta de que en los miembros de mi cuerpo hay otra ley, que es la ley del pecado. Esta ley lucha contra la ley de mi mente, y me tiene cautivo. ¡Soy un pobre miserable! ¿Quién me librará de este cuerpo mortal?»(1)

Ahora bien, si el venerado apóstol se encontró en semejante callejón sin aparente salida, ¿qué esperanza hay para nosotros? «Gracias a Dios —concluye aquel compañero de armas espirituales— por medio de Jesucristo nuestro Señor... ya no hay ninguna condenación... pues por medio de él la ley del Espíritu de vida me ha liberado de la ley del pecado y de la muerte»(2)

¿Qué esperamos, entonces? Acudamos a Cristo, como nos recomienda San Pablo, y digámosle: «Detenme, antes que peque otra vez. Y si caigo y vuelvo a pecar, perdóname y ayúdame a volver a levantarme, cada vez más fuerte en el poder de tu Espíritu.»


1 Romanos 7:18‑19,21‑24

2 Romanos 7:25; 8:1,2